jueves, 23 de junio de 2016

Artículo en el número 123 de la revista 'Clarín'

Federico Granell, en la galería Gema Llamazares de Gijón, con obras de su exposición 'La vida imaginada'.
 
Federico Granell en el taller de los oscuros

 El artista asturiano, uno de los representantes de la generación de la Señaldá, ha construido una obra plástica en la que la esencia de la tierra natal y un espíritu cosmopolita conviven en armonía para construir un personal mundo onírico


A veces nos llegan postales desde las tinieblas. Son avisos desde el otro lado, donde lo oscuro quiere mostrar esa otra luz que se quiere liberar de lo tenebroso, esa luz de la provincia universal de los sepulcros, esa luz de las retamas moribundas y de la angustia de las casas pechadas/ su la lluneirada fina (1), esa luz de la soledad metafísica de las multitudes y de los pasajeros en tránsito hacia sitio alguno.

Federico Granell (Cangas del Narcea, Asturias, 1974) nos lleva remitiendo sus postcards desde que se inició con los lápices y sus moleskines adolescentes en esa región singular de la República del Poniente ibérico que es el suroccidente asturiano. Allí, a finales de los años ochenta del pasado siglo, empezó a atrapar las sombras de los tejados de pizarra, los destellos de los árboles sagrados de Muniellos, los perfiles del humo triste de las chimeneas de carbón, los atardeceres de los viñedos en cuesta, donde los racimos de carraquín y alvarín ofrecen su fulgor tanino, y los colores de los cielos imposibles de un territorio donde la luz reescribe su biografía a cada instante.

Esa luz está en la genética creativa de Granell. Lleva en la mano la misma vela que iluminó su mirada de niño y adolescente, como bien refleja una serie de lienzos que dedicó a auscultar lo tenebroso del ser humano más solo y torturado, con la que recorre las edades y los parajes de la geografía, con la que descifra las devastaciones. Esa vela de luz humilde y oscura es la que ha hecho de Federico Granell un hacedor de relatos de materialismo poético con los que persigue explicar los enigmas del mundo.

Se trata de un fulgor compartido. La suya es una de las luces de la Señaldá, esa hermosa palabra del asturleonés, hermana de la Saudade galaicoportuguesa, de la Sodade caboverdiana y de cualquiera de las otras formas de sentimentalidad próximas a una melancolía y nostalgia ontológicas que comparten los pobladores de las tierras europeas que otean el Atlántico. La Señaldá es un sentimiento telúrico, pero es algo más. Como bien diagnosticó el filósofo Ramón Piñeiro (2), se trata de una manera de estar en el mundo, de una forma singular de sentir que comparten los habitantes de las orillas atlánticas y que se traduce en una posición del alma para entender y ver el mundo, una suerte de sensibilidad particular dotada de un lenguaje propio en la creación artística.
Son esos los dominios de Federico Granell. Como lo son también los de su generación artística, la de un grupo de creadores nacidos en las tierras del sur de Septentrión, hijos de un territorio donde la luz, las piedras y la mar nublan la mirada, obsesionados por reparar la expulsión del ser humano del lienzo, orgullosos del legado de sus mayores, administradores contemporáneos de los ecos de la verdad y la belleza y constructores de una poética espacial capaz de fosilizar el instante, el lugar y el sentir.

Desde aquellos años de moleskine en Cangas del Narcea, pasando por las aulas de la Facultad de Bellas Artes de Salamanca, la formación de la mirada en los paisajes de los cinco continentes hasta recalar en su taller de oscuros de La Argañosa, Granell ha ido construyendo una obra coherente en su diversidad. Se trata en ocasiones de un relato borgiano de múltiples narraciones y que desde su individualidad frecuenta los idiomas de babel y los textos de esa biblioteca universal donde el ser humano, ante tanta confusión, está más cerca del viejo anhelo de conquistar los cielos.

Desde aquella primera muestra individual de 1999, en las instalaciones municipales de su natal Cangas del Narcea, hasta la exposición 'La vida imaginada' (Galeria Gema Llamazares, Gijón, mayo de 2016) hay una depuración de las líneas trazadas por la mirada poética de Federico Granell. Pero hay también una fidelidad a la propia biografía como creador. Las telas y las esculturas del artista cangués no son una relación de momentos creativos autónomos. Son capítulos de un largo poema, de un extenso texto visual, en los que retiene el instante de una biografía y de un tiempo con los que va definiendo su mirada particular del mundo. En el centro de todos está la figura, el ser humano. La mayoría de las ocasiones, esas figuras esquinadas en el lienzo, metáforas del anonimato, es su “maneira de estar sòzinho(3), que diría el poeta, para afrontar el vacío metáfisico entre las masas. En otras ocasiones, son los paisajes, las casas, las estancias vacías, las sillas, los libros abiertos… objetos que definen la humanidad, que denotan la presencia de la vida.

La deshumanización de las artes, aquel delirio de las vanguardias del novecientos, causó tanto daño a la cultura occidental que convirtió al artista en un personaje con habitación propia en el frenopático o, con suerte, en el reparto de la pista central del circo. Una herida que continuó en la segunda mitad del XX con los estertores del conceptualismo o del arte efímero, por sólo citar a lo más higiénico de algo supuestamente llamado creación artística. No fue necesaria la reacción: la tradición acomodada a cada momento, a cada tiempo, contaba con suficiente capacidad para trasladarnos la verdad y la belleza que conmueven y turban, sea con el llanto o la sonrisa, sea con la nausea o la emoción.

La mimetización de los instantes de la vida es el cometido del arte. Puede parecer una concepción etérea, “líquida”, diría Zygmunt Baumann, pero aquí sobra la metafísica: la materia artística nace de la realidad y, a su vez, es creadora de una nueva realidad tangible, corpórea, incluso terrenal. El artista está obligado a captar una imagen, una idea, un paisaje... y elaborarla para construir una emoción comprensible. El resto, es labor del observador, del lector o del oyente: si aprecia esta u otras connotaciones es su privilegio, la responsabilidad del creador se queda en trasladar ese instante de realidad y en generar una nueva realidad emocional.

Federico Granell aceptó un legado y una tradición y desde sus inicios compartió el deslumbramiento por una creatividad consciente de que los talentos heredados, como nos enseña la parábola bíblica, se reciben para multiplicarlos. Y lo ha hecho bien. Su mirada y sus pinceles se formaron con las luces y las sombras de Vermeer y la Escuela de Delft, para seguir con el temblor romántico de Turner y Friedrich, sin menospreciar las lecciones de los naturalistas, impresionistas y expresionistas, hasta llegar a la desolación poética del danés Vilhelm Hammershøi, el silencio visual de Antonio López y los otros Realistas de Madrid, el desasosiego melancólico de los estadounidenses Andrew y Jamie Wyeth y Edward Hopper o las metáforas siniestras y heridas del alemán Anselm Kiefer.

Granell ha asumido bien las lecciones. Lo ha hecho con la actualización del tenebrismo y esos paisajes intuidos de un bosque asturiano, de una esquina de una urbanización o del parque de San Francisco, donde una figura sostiene una vela como única lumbre, muestran cuál es su tradición, pero también que la expresión debe ser contemporánea. O del romanticismo, con esos paseantes de las luces de los atardeceres, que doblan las esquinas de un cementerio parisino o las confluencias de varias calles londinenses. O también en el minimalismo intimista con sus personajes cabizbajos, de espaldas al espectador, en esos aeropuertos de la desolación y del tránsito hacia ningún sitio.

Son algunas de las metáforas con las que Federico Granell intenta fosilizar los instantes, retener el lugar y el tiempo. Su lirismo espacial se manifiesta en distintas formas de mostrar su fidelidad al mandato moral de Luis Cernuda:

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
cuando asqueados de la bajeza humana,
cuando iracundos de la dureza humana:
este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. (4)

La memoria está en la maleta intelectual y vital de Granell. Tal vez sea su última exposición, 'La vida imaginada', donde este precepto cernudiano cobra una dimensión categórica. Se trata de una muestra que podría perfectamente conformar un relato poético ilustrado, que se inicia con la casualidad de un encuentro. Bien podría ser uno de esos rastros parisinos, pongamos por ejemplo el marché de puces próximo a la judía calle de Rosiers, hacia la avenida Michelet, por los que pasea Patrick Modiano a la búsqueda de personajes y recuerdos. Allí el artista se encontró con un álbum de familia, desnudo, con las fotografías arrancadas, y tan sólo unas fechas que hacen temblar -los años de entreguerras- y unas breves anotaciones de lugares donde fueron tomadas las instantáneas. Ahí empezó la mente de Granell a trazar imágenes, paisajes, rincones de villas y ciudades germánicas donde el horror industrial ocupa ya el aire que respiran los personajes imaginados.

Ese portfolio familiar fue rellanándose, ya en las catacumbas del estudio ovetense de La Argañosa, con las fotografías que Granell dibujó con sus lápices, al igual que hace en sus libretas de viaje. Allí empiezan a recobrar vida un matrimonio, sus hijos, sus parientes y amigos, de los que tan sólo nos queda un recuerdo imaginado, escenas de un tiempo fantaseado por un hombre, un artista que setenta años después es capaz de captar el espanto que ellos no preveían entonces. La síntesis de esta alucinación lírica de Granell se materializa en la tela donde dos hermanos, ella ya adolescente, el aún en la frontera de los diez años, hermosos y bien peinados, posan para la Leica que el padre sostiene en sus manos. Hasta ahí todo perfecto. Pero hay un detalle que distorsiona la escena, golpea el alma y da paso a la turbación: el pequeño sostiene en sus manos una calavera.

Granell ha abierto la puerta a los territorios “donde habita el olvido” cernudiano, esos “vastos jardines sin aurora;/donde yo solo sea/memoria de una piedra sepultada entre ortigas” (5). Y entrega al espectador, al lector visual, el testigo para que se adentre en los páramos de la fantasía. ¿Quienes son los personajes retratados en ese álbum familiar? ¿Cuál es su historia? Las preguntas golpean a los portones de la imaginación para abrirse a esa otra realidad.

Tal vez fuesen los Gottschalk, los Herrmann o los Hoffmann, gente corriente, laboriosa, que culparon a la democrática y honesta República de Weimar de sus desgracias económicas tras la Gran Guerra, que abrazaron el credo satánico de Hitler y lucieron en el brazalete la esvástica. O no sólo cómplices, también verdugos activos, y herr Gottschalk y herr Hoffmann fueron de los asumieron con honor formar parte de los batallones encargados de administrar el odio a los que vestían el pijama de rayas y a los que voceaban con ira: “tocad más oscuros los violines, luego subiréis como humo en el aire”(6).

O puedo que nos equivoquemos. Y se trata de los Mendel, los Horowitz o los Cohen, campesinos, tenderos, médicos, metalúrgicos, bancarios, profesores, igual que sus compatriotas arios y cristianos, cuya única diferencia es que encendían dos velas el atardecer de los viernes, pronunciaban con las palabras más queridas Shemá Israel, Adonai Elohéinu, Adonái Ejád o, simplemente, su judaísmo agnóstico era otra forma de transitar por el mundo. Tal vez ese niño que sostiene la calavera, llamósmele Jacob Mendel, encontró con su hermana “una fosa en las nubes donde no hay estrechez” (7) o sobrevivió a la barbarie y se convirtió en un superviviente con un numero tatuado en el antebrazo que vagó por la Europa de la destrucción hasta encontrar un hogar en Tel Aviv o en un kibbutz en el Néguev.

El mundo rescatado por Granell se detiene misteriosamente en la desolación de aquellas horas y días previos al tiempo de la barbarie, en las vidas que imagina y retrata, o en los parajes donde la soledad hinca sus raíces pese a estar poblada de personas, animales u objetos. Son las escenas abiertas que construye el artista asturiano con ese particular lirismo de los espacios que recupera retales del pasado y se fosilizan en un instante para que la mirada y la imaginación del espectador hagan el resto.

Viajes, miradas, lecturas, músicas y memoria pueblan el universo de Federico Granell. Todo ello le acompaña a diario a su estudio de La Argañosa: desciende las escaleras hacia ese sótano de tenebrosa luminosidad, donde un amplio ventanal atrapa la mirada del artista y del visitante con el verde de las retamas y las malas hierbas; donde el periquito azul y tímido disfruta de su libertad encarcelada; donde muebles rescatados de los olvidos familiares invaden las almas frías de las sillas procedentes de grandes almacenes; donde suenan las músicas umbrías de Sufjan Stevens o de Eliott Smith; donde los lienzos, las tinturas, la paleta, los pinceles aguardan para atrapar los leopoardianos “sovrumani silenzi(8) que explican el sobrecogimiento que genera el instante retenido por el artista. Desde ese sótano donde conviven la luz y la sombra, desde ese taller de oscuros, nos manda a diarios sus postales de las tinieblas Federico Granell.




___________________________________________________________________

1. Coronas, Fernán; Poesía asturiana y traducciones; edición d' Antón García, Trabe, Uviéu, 1993.
2. Piñeiro, Ramón; Filosofía da saudade, Editorial Galaxia, Vigo, 1984.
3. Pessoa, Fernando; Poemas de Alberto Caeiro; Versión e introducción de Pablo del Barco, Visor, 1980.
4. Cernuda, Luis; Poesía completa; edición de Derek Harris y Luis Maristany, Barral Editores, Barcelona, segunda edición revisada, 1977.
5. Ibidem.
6. Celan, Paul; Obras completas; traducción de José Luis Reina Palazón, Editorial Trotta, 1999.
7. Ibidem.
8. Leopardi, Giacomo; Poesía y prosa; Introducción, traducción y notas de Antonio Colinas, Alfaguara, 1979.

viernes, 15 de abril de 2016

Artículo en la revista 'Clarín'



La gata Leia observa el reflejo del sol sobre la pared, donde cuelgan las cuatro estaciones de Francisco Fresno.

Portada del número 122 de la revista 'Clarín'.


Colección particular


Confesiones de un aficionado extemporáneo




Un sólo cuadro es suficiente para satisfacer la pasión (o la obsesión) del coleccionista. No es habitual, pero si fue lo que le sirvió a un tipo que hizo de la impostura y de la vida en los márgenes una categoría estética. Anthony Blunt, asesor de la colección de Isabel II y a la vez uno de los cinco traidores de Cambridge, al servicio de la Unión Soviética, consideraba que su Rebeca y Eleazer en el pozo, del pintor francés del Setecientos Nicolás Poussin, bastaba para satisfacer su anhelo de posesión de una porción de belleza. Aquel lienzo, por el que su amigo el barón Víctor Rothschild pagó cien libras de los años treinta del pasado siglo, ocupó la pared más noble de su humilde apartamento londinense de Hyde Park. ¿Para qué más? Le sobraba para sus ansias de sentir la proximidad de algo bello. Que a una autoridad en el pensamiento y la historia del arte, como Antony Blunt, le bastase una única pintura (cierto que un Poussin no es cualquier lienzo) y algún que otro grabado para amueblar su vida muestra que el coleccionismo no exige convertirse en adicción. El resto es codicia, vanidad o fetichismo.

Mi primer cuadro, una plaza triste y norteña de Pelayo Ortega, entró en casa en 1989. Meses después, y como siempre abonado a plazos, lo hizo una marina de Melquiades Álvarez, que recoge con sus intensos azules, verdes y negros el bruar del Cantábrico. Fue el inicio de una afición y, a la vez, de una necesidad de rastrear las mismas obsesiones literarias en la geografía de las artes plásticas. No hubo y sigue sin haber ninguna otra ambición, sólo la aspiración de conformar un refugio estético frente a las intemperies y las adversidades, con el mismo valor que el proporcionado por la comodidad de un sofá o el placer y el conocimiento que atesora un buen libro.

La ortodoxia dicta que el buen coleccionista es el que acopia obras originales y únicas, con la firma estampada y nítida. Sé que bordeo la blasfemia, pero esa consideración está alejada de mis pretensiones. No diré que tiene el mismo valor 'artístico', pero la reproducción de una fotografía anónima de una vespa con la torre Eiffel al fondo, colgada en la estancia elegida como estudio, complementan la lectura de los relatos que me guían por el París de Patrick Modiano; lo mismo me ocurre con un cartel del centenario del nacimiento de Miguel Torga, que me conduce por las calles de Coímbra y por las pedras lavradas de Tras-Os-Montes, e idéntica la sensación ante el póster dedicado a Imre Kertesz y las portadas de sus libros en húngaro, regalo de la propietaria de una librería de Budapest ante el interés extraño de un tipo de una remota ciudad norteña española por la obra de un hombre que describió el desasosiego y la tragedia de los europeos del siglo XX.

La adquisición de aquellas dos pinturas de Melquiades Álvarez y Pelayo Ortega traían con ellas, también, la confirmación de una atracción latente hacia una expresión plástica literaria y humanizada, ajena a los dogmatismos manieristas y a la vanguardias obsesionadas en la desfiguración. Algo en ello tuvieron que ver las lecciones de historia de arte del padre Villanueva, en el Corazón de María de Gijón, obsesionado en paliar nuestra orfandad cultural y conducirnos por los caminos de una estética con rostro humano. Y para ello eran insuficientes los manuales de BUP y COU. Las visitas a las construcciones del Prerrománico asturiano, especialmente los restos de las pinturas del templo de Santullano, a exposiciones y el descubrimiento de pintores en nuestra proximidad física, como Evaristo Valle, Nicanor Piñole, Aurelio Suárez y Joaquín Rubio Camín, propiciaron una aproximación a la creación plástica y a su disfrute, fracturando los dogmas del elitismo. Otra circunstancia en esta educación de la emoción fue la amistad con compañeros de aula con similares inquietudes, especialmente el dibujante e ilustrador Gaspar Meana, con el que pusimos en marcha un fanzine literario de fotocopiadora. A todo ello contribuyó también encontrar las crónicas de Francisco Carantoña en El Comercio, que abrían ventanas a las muestras de los nuevos creadores.

Hubo una exposición premonitoria: en 1981 tres pintores veinteañeros, Alejandro Corominas, Pelayo Ortega y Melquiades Álvarez, reunieron sus obras para mostrar que frente a la furia y el exceso de las vanguardias había una forma contemporánea de armonizar la tradición y la experimentación. Y que pasaba por un rechazo a la desposesión de todo lo humano en la creación artística y la aproximación a un lenguaje que compartía los mismos parajes de las metáforas y de la poesía figurativa.

Ese gusto por las ruas velhas y sus tendederos de ropa, por los vicolos de las casas descascarilladas con los maceteros descolgando su verdor, por los páramos desolados y fríos de una larga posguerra que encontrabas en las palabras de Pessoa y Andrade, de Ungaretti y Quasimodo, de Claudio Rodríguez y Gamoneda, carecían de homologación plástica. Y la respuesta estaba en las cercanías. Estos pintores comparten una misma mirada, un mismo sentimiento de lo perecedero y, sobre todo, de la tragedia humana. Con sus pinceles testimonian la vieja inquietud por nuestra caducidad, por la finitud material sin respuestas. Y lo hacen sin estridencias, sin exclamaciones, relatando el paisaje interior del hombre de la calle, pintando el desasosiego que atrapa al ser humano, la impotencia contemporánea del que no ve luz alguna más allá.

Se trataba de atisbar también la misma turbación que compartían William Turner, John Constable o Caspar David Friedrich en el lienzo con la escritura de sus contemporáneos John Keats, Friedrich Hölderlin o Giacomo Leopardi. Una fraternidad emocional que había descubierto en la poesía contemporánea y que, sin embargo, no identificaba aún en los artes plásticas. Ver los cuadros de Melquiades Álvarez y Pelayo Ortega, a los que siguieron los de Fernando Redruello, Reyes Díaz, Francisco Fresno, Javier del Río, Miguel Galano, Ricardo Monjardín, Faustino Ruiz de la Peña, Pedro Fano, Federico Granell, Paz Banciella, Guillermo Simón o Alfonso Fernández me permitió otear otro horizonte, similar al poético, en el que la realidad y las eternas obsesiones humanas adquirían también una materialización pictórica.

El mar que pinta Melquiades Álvarez, Granell y Simón no es el homérico “de color de vino”, se trata de un océano norteño, agitado, dominado por los claroscuros tenebrosos que adelantaron Friedrich y Turner; los paseantes o clientes de los cafés de Ortega y Redruello retienen el desasosiego expresionista heredado de Edvard Münch y de Ernst Ludwig Kirchner, pero con las ofuscaciones del tercer milenio, y las casas abandonadas de Ruiz de la Peña y Galano o sus horizontes umbríos comparten genes con la atracción abisal por las ruinas de los románticos y los paisajes de los estadounidenses de la Escuela del Río Hudson o por la desolación urbana de Edward Hopper. Es decir, saben de donde vienen, no hay orfandad en sus creaciones ni el insoportable y falso adanismo de las vanguardias.

La expresión literaria de esta colección particular es uno de sus atributos. La búsqueda de los vasos comunicantes entre poesía escrita y pintada nada tiene que ver con aquellos que se consideraron en las cimas de la creación por anotar media docena de palabras sobre un estucado de un aprendiz de escayolista. Es otra la tarea, otro el interés personal. Algunos de los grabados enmarcados forman partes de ediciones limitadas a cuatro manos de poetas y pintores, que Ediciones Trea ha realizado en los últimos años. La colección de las cuatro estaciones de Francisco Fresno está hermanada con otros tantos textos escritos por Luis Fernández Roces a partir de versos de Hölderlin. Idéntica es la apuesta de El Viento, del mismo Fresno, a la que puso letra Juan Carlos Gea. La relación se invierte en el caso del Tríptico de los Magos, que reúne el texto homónimo de Luis Muñiz, incluido en su último poemario, Libro Segundo, y tres serigrafías de Hugo Fontela, el artista de Grao y el más internacional de las últimas generaciones. En otros casos es la propia obra la que confiere esa expresión literaria. Ocurre con las navajas y machetes de Paz Banciella, que me llevan a “los sueños con cuchillos” de Gamoneda, o el lienzo El turista accidental, de Pedro Fano, que me conduce insistentemente a la película del mismo título que Lawrence Kasdan rodó a partir de la novela de Anne Tyler. ¿Qué decir de Melquiades Álvarez? Su pintura siempre ha sido poética, pero consciente del territorio que ocupa cada una. Sus catálogos son los más literarios, con poemas propios o ajenos, y de diciembre de 2015 es su primer poemario autónomo, La vida quieta, donde desarrolla la misma sensibilidad que atrapa en sus lienzos.

Dos obras han adquirido con el paso del tiempo una especial significación personal, que trascienden las connotaciones artísticas. Un Pelayo Ortega que retrata la escena de un padre con una niña de la mano y ésta, tirando del perro, en una esquina sombría de una ciudad con coches, edificios y grúas desdibujadas es el preferido de mi hija Ana. Con eso me basta. El otro es una pieza de madera que recoge una simbología neorrománica, un regalo del artista humilde y callado que fue el restaurador jienense Blas Quesada, fallecido en el verano de 2014 antes de cumplir los 50 años.

En esta colección particular existe una obsesión, en el borde de la patología, que no es otra que la búsqueda de la presencia humana en las obras colgadas, sea con las herramientas del arte figurativo o con las del expresionismo, pero en las que, como señala Rafael Argullol, citando a Vassily Kandinsky, la gran paradoja que encara “el arte en general, es hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver visible lo invisible”. Y de eso se trata.

Persiste en los cuadros que habitan las paredes de mi casa la atracción por la dolcezza de los naufragios, alejada de la obstinación por el infinito de los abismos románticos, y se han ido agrupando obras que persiguen retratar la tragedia de los “hombres huecos” eliotianos, solos e impotentes, conscientes de la agonía global y de la inclinación a la eutanasia colectiva. Los aportes de verdad y belleza, idénticos a los que transmiten cuando pasean o dormitan bajo sus marcos mi perra Cala y mi gata Leia, mantienen intacta la capacidad de seguir auscultando los latidos humanos del buen sentir y el mejor conocer. Estos son los materiales con los que se levantó este refugio frente a las intemperies y las adversidades.

sábado, 9 de abril de 2016

Manuel Rivas en asturiano y castellano



Manuel Rivas Barrós. (Editorial Galaxia).

Tres poemas de 'A boca da terra'

Versiones en asturiano y castellano del último libro de poesía del autor coruñes


Manuel Rivas Barrós (A Coruña, 1957) ha convertido el dolor y la ternura en una forma de estar en el mundo. Saber del sufrimiento, percibir el salitre de las lágrimas de la tierra y de sus gentes, abre las ventanas a una sentimentalidad que se sustenta en el conocimiento sin renuncia a la insurgencia. Ese es su santo y seña para adentrarse en los espacios donde sólo se habla la lengua de la verdad.

Tal vez sea Rivas el autor del ámbito ibérico que mejor ha dibujado una geografía donde los llamados estilos literarios pierden toda identidad. O mejor, perviven todas. Su poesía invade los bosques umbríos de la narrativa y su prosa se despeña por los acantilados donde el bruar de la prosa ronca con fuerza. La crónica y la novela son las nietas directas de su aprendizaje como periodista y donde ha mostrado una manera distinta de narrar, que aúna la herencia de la oralidad y las lecciones aprendidas de las buenas letras.

La poesía de Manuel Rivas está en el semen de su obra. Sus versos habitan el hogar de la sencillez, donde reposan las sílabas humildes, pero siempre tiene a mano las metáforas de rompe y rasga que invitan al desasosiego. Es en ese choque donde alcanza una dicción exacta, conmovedora, procedente de las tinieblas, pero con la capacidad de encontrar la luz suficiente para, como el propio autor afirma, "poner orden al caos" . Y aunque estos rasgos también se extienden a los dominios de su prosa, la poesía del coruñés ocupa el cuarto oscuro de la casa. 

El lector ajeno a la lengua gallega poco o nada sabe de la obra poética de Rivas. La traducción de 'El pueblo de la noche' (Alfaguara. Madrid, 1997) dio a conocer los cinco libros de poemas publicados desde 1980 a 1995. Posteriormente, se tradujo al castellano, catalán, vasco, francés e inglés 'La desaparición de la nieve' (Alfaguara. Madrid, 2005). No tengo noticias de que 'Do descoñocido ao descoñocido' (Espiral Maior: A Coruña, 2003) haya visto la luz en otros idiomas que no sea el gallego.

En julio pasado, Manuel Rivas publicó su última obra poética, 'A boca da terra' (Edicions Xerais. Vigo, 2015) donde la rebeldía de la naturaleza impone sus leyes, porque en estos poemas "habla, murmura, llora o jura", advierte el autor. En esta bitácora ofrecemos tres poemas de este volumen, traducidos al asturiano y al castellano, con la versión original.


1.
O paraíso inquieto

E agora, noite, vai
Busca tres mozos mais na aldea
E traede nos ombreiros
O cadaleito da lúa,
Mentres rinchan
Na terra que se esconde
As cores insubmisas dos cabalos.


El paraísu comestín

Y agora, nuechi, vas,
gueta tres mozos más n'aldea
y apurre nos llombos
la caxamuerte de la lluna,
mientres rinchen
na tierra que s'escuende
los colores insumisos de los caballos


El paraíso inquieto

Y ahora, noche, ve
busca tres jóvenes más en la aldea
y trae sobre los hombros
el ataúd de la luna,
mientras relinchan
en la tierra que se esconde
los colores insumisos de los caballos.


2.
O desortor da néboa

Triste velocidade
Que non esconde o seu pasado,
Terra que aluca
Nas fiestras do tren
Á procura do desertor da néboa.



El desertor de la nubla

Murnia velocidá
que nun s'escuende nel so pasáu.
Tierra qu'escuca
dende les ventanes del tren
la gueta del desertor de la nubla.


El desertor de la niebla

Triste velocidad
que no esconde su pasado.
Tierra que espía
en las ventanas del tren
la búsqueda del desertor de la niebla.


3.
A árbore santa

Árbore demoucada,
Memoria do lóstrego

Que matou e morreu,
Onde pousan os corvos
A blasfemar
Co eco rouco das campás.


L'árbol santu

Árbol taláu,
memoria del rellumu
que mató y murrió,
onde asitiense los cuervos
a blasfemar
col ecu roncu les campanes.


El árbol santo

Árbol talado,
memoria de relámpago
que mató y murió,
donde se posan los cuervos
a blasfemar
con el eco ronco de las campanas.




viernes, 8 de abril de 2016

La nueva generación de la poesía en asturiano


De izquierda a derecha, Rubén DÁreñes, Iván Cuevas, Sofía Castañón, Antón García, Alejandra Sirvent y Henrique Facuriella, en la presentación de 'La prueba del once'.

Últimas entregas de la lengua exiliada

El escritor y editor Antón García reúne a once autores nacidos después de 1980 que certifican la calidad y diversidad de la poesía escrita en asturiano, pese a ser un idioma camino de la extinción


La prueba del once
Poesía asturiana del sieglu XXI
Saltadera. Uviéu, 2015. 280 páginas, 15 euros

Aviso: este es el relato de una excepcionalidad, de una anomalía.

La prueba del once. Poesía asturiana del sieglu XXI es la antología de once cronistas que optaron por reseñar su vida y la de los suyos con una lengua fantasmal, con un idioma condenado a subsistir en las madrigueras del desprecio y a buscar la supervivencia en las geografías del olvido. Pese a las indiferencias y los silencios, estos once poetas superan la prueba. Valga el fraseo lingüístico para elogiar el acierto de Antón García con un trabajo en el que reúne a representantes de una nueva generación que optó por el asturiano/leonés como herramienta para explicar el mundo sin necesidad de otras urgencias.

Antón García (Tuña, 1960) es poeta, novelista, traductor, editor y autor de algunos de los principales estudios sobre la historia y la literatura del asturiano. Miembro de la conocida como segunda generación del Surdimientu (Resurgimiento), la de aquellos escritores que empezaron a publicar en la década de los ochenta del siglo pasado, es uno de los principales responsables de que las letras astures hayan alcanzado hoy una vitalidad y una altura creativas que rechina con la condición social y administrativa de este viejo romance del latín situado en una geografía espectral de mohicanos empeñados en negarse a ser los últimos.

Hablamos de autores trasterrados. El poeta, filólógo y periodista José Luis Argüelles ya dejó por escrito que los escritores en asturleonés “viven como exiliados” (Toma de tierra. Poetas en lengua asturiana. Antología 1975-2010. Trea. Gijón. 2010. 768 páginas, 35 euros). Y esa condición de expatriados lingüísticos se perpetúa en los reunidos en La prueba del once, pese a ser bendecidos con el don de lenguas como hijos de su tiempo, al igual que ocurrió con la bautizada como tercera generación del Surdimientu, los nacidos entre 1967 y 1982.

Desde la fundacional antología de Xosé Caveda y Nava (1839) hasta la canónica de Toma de Tierra se acumulan más de cuatro siglos de creación poética en asturiano, bien y abundantemente inventariada, que ha consolidado un sistema literario propio pese a subsistir en el suburbio de los escollos y de las indolencias, cuando no de los desaires y las burlas.

Avanzada la segunda década del nuevo milenio, se hacía necesario una puesta al día. Y es la labor ejecutada por Antón García. Se trata de una antología de parte, como deben ser todas las selecciones que se precien. Es más que una relación de los poetas del dominio lingüístico asturleonés nacidos después de 1980. Para eso está el exhaustivo catálogo bibliográfico que Iván Cuevas ha elaborado como apéndice de la obra, en el que se detallan más de medio centenar de nombres procedentes de Asturias, León, Zamora, Salamanca, Cantabria y Portugal que han dado a la imprenta y a internet sus creaciones con el nuevo siglo.

Y los once que han superado la prueba de Antón García (el propio autor reconoce que podían ser varios más) vienen a certificar una vez más la excepcionalidad de la escritura creativa en una lengua, sino clandestina, sí espectral. La capacidad de crecimiento de la plantilla de escritores y su contrastada calidad, que les sitúa en la división de honor de las literaturas ibéricas, a pesar de todos los pesares, es una excentricidad más. A las limitaciones demográficas del número de 'falantes' y a los complejos sociolingüísticos de buena parte de la ciudadanía, se añade el principal freno a la normalización del idioma: el rechazo de la mayoría de los partidos políticos a la declaración de la oficialidad del asturiano o a cualquier otro encauzamiento jurídico. A ello se sumó, en su momento, la aparición de un combativo comando profesoral, reforzado por conmilitones desletrados, que tiraron sin pudor de la navaja dialéctica por razones ajenas a la ciencia. La honrosa excepción la representó el dialectólogo Jesús Neira, que sostuvo sus posiciones sobre “los bables” desde la dignidad y el rigor académico del lingüista honrado. Las normativas de protección administrativa aprobadas por los gobiernos de Asturias y Castilla y León desde los años setenta hasta hoy son los cuidados paliativos previos a la agonía. La excepción se sitúa en la región portuguesa de Tras-Os-Montes, donde la lengua de los habitantes de los concelhos de Miranda de Douro y Vimioso cuenta con los galones de la normalidad legal.

¿Qué tienen en común Henrique G. Facuriella, Alejandra Sirvent, Pablo X. Suárez, Iván Cuevas, Carlos Suari, Laura Marcos, Sofía Castañón, Rubén d’Areñes, Sergio Gutiérrez Camblor, María García y Xaime Martínez, los once seleccionados por Antón García? Además de su edad (nacidos entre 1980 y 1993) y su vocación mohicana, tres rasgos más: la calidad de su escritura, con la ironía, el humor y cierto desenfado como señas de identidad; la inserción en una tradición cultural singular y diferenciada, y su filiación generacional con otras manifestaciones literarias escritas en cualquier lengua.

Hasta aquí las coincidencias. El resto, la pluralidad. No es La prueba del once una antología de tendencias. Más bien se trata de un compendio donde el espiritualismo de Henrique Facuriella convive con el clasicismo transmoderno de Xaime Martínez; la ciberpoesía de Iván Cuevas y Sergio Gutiérrez Camblor con la ternura salvaje de María García; el figurativismo puesto al día de Sofía Castañón, Laura Marcos y Carlos Suari con el juglarismo underground de Pablo X. Suárez; la abstracción romántica de Alejandra Sirvent con el intimismo social de Rubén D'Areñes. Si como decía Miguel Torga “lo universal es lo local sin paredes”, el grupo representado por “los Once” ha demolido las que quedaban en la tradición de las letras astures para hacer suya, como hombres y mujeres del XXI, la mundialización social, política, económica, pero también estética. La creación difícilmente soporta las estrecheces, pero más insoportables se hacen en estos tiempos presurosos.

La alineación de Antón García, como reconoce el propio antólogo, permite “visibilizar la creación poética de una nueva promoción de autores, con capacidad para actuar como un revulsivo importante ante la instalación de la sensación de un cierto estancamiento del proceso de normalización del asturiano”. Y son varios más los factores que entiban la particularidad de este grupo, frente a sus abuelos y padres, e incluso hermanos mayores. Algunos llevan su plurilingüismo personal a la creación: si armonizan el asturiano y el castellano (u otras lenguas) es por convicción artística, no sólo por compromiso social en la creación de un sistema literario propio. Su convivencia con las literaturas en otros idiomas, no sólo los ibéricos, les permite surfear en aguas abiertas. Y, por último, el convencimiento más científico que sentimental de que el dominio del asturllionés es una oportunidad, tanto de enriquecimiento creativo como de ampliación del mercado de potenciales lectores.

Diversidad y singularidad son las pinturas de guerra que lucen “los Once”, llamados como están a protagonizar la creación literaria en asturiano de la primera parte de este siglo y demostrar si son capaces de dar el relevo a las generaciones del “Surdimientu”, que hicieron posible una lengua literaria homologable a cualquiera de las que se hablan en el resto de Europa.

La anomalía es que estos once poetas de menos de 35 años pueden ser equilibristas de la nada, autores que harán pervivir en los textos una lengua que sólo contará con hablantes sepulcrales. Una poesía para entonar exclusivamente los cantos de los últimos mohicanos. No será ya entonces el tiempo de los filólogos ni de los historiadores literarios. Los paleoantropólogos aguardan.


Artículo publicado en el número 76 de la revista El Cuaderno (Ediciones Trea. Gijón, abril de 2016).



Cinco poemas de la “Prueba del once”


HENRIQUE FACURIELLA (Blimea, 1980)

Soi namás un home que fala.
Un home al que-y tocó
romper cordeles, filos y atadures,
facer polvu los ñuedos y povisa les muries
de la casa materna, abrise al mundu.
La preñez de la nueche rompió agües
namás nacer el día.


Sólo soy un hombre que habla.
Un hombre al que se le asignó
romper cuerdas, hilos y ataduras,
hacer polvo los nudos y ceniza los muros
de la casa materna, abrirse al mundo.
La noche preñada rompió aguas
nada más nacer el día.


CARLOS SUARI (La Xungarosa, 1982)

Dioses
Son tan sonces
los dioses de agora
que nel so cimblar
cimbla'l mundu
y confundimos
Xesucristo con MacDonald's,
Buda con Maradona
y Alá con Internet.
Por eso, ellos sólo enfermen
y los que morremos
somos nos.

Tan poca calidad
tienen los dioses de ahora
que en su contoneo
vibra el mundo
y confundimos
Jesuscrito con MacDonald's,
Buda con Maradona
y Alá con Internet.
Por eso, ellos sólo enferman
y los que morimos
somos nosotros.


SOFÍA CASTAÑÓN (Xixón, 1983)

Crisis como saltu d'agua.
Nestos tiempos toos alloriamos.
Unos miren por atropar monedes,
otros atrocamos pallabres.
D'estes dos metáfores, namás una,
cuando too acabe,
va siguir teniendo qué revelar.

Crisis como una cascada.
En estos tiempos todos enloquecemos.
Unos miran por acumular monedas,
otros reservamos palabras.
De estas dos metáforas, sólo una,
cuando todo finalice,
va seguir teniendo algo qué revelar.



MARÍA GARCÍA (Uviéu, 1992)

Tacones llonxanos
Canten lloñe los tacones silvestres.
Nel cuadru definitivu
ye tan sele la interacción cola madera,
escurez tanto'l roxu de la falda,
que'l campu de color atrái la imaxe,
atrái'l soníu, 
nun gradiente sobriu de desapaición.

Fuxisti, ma, con Rothko.
Dexanxelasti los nuesos cuerpos.
Pero quedrémoste.


Tacones lejanos
Cantan lejos los tacones silvestres.
En el cuadro definitivo
es tan suave la interacción con la madera,
oscurece tanto el rojo de la falda,
que el campo de color atrae la imagen,
atrae el sonido, 
en un gradiente sobrio de desaparición.

Madre, te fugaste con Rothko.
Desangelaste nuestros cuerpos.
Pero te queremos.



XAIME MARTÍNEZ (Uviéu, 1993)

La flor de la zrezal

La flor de la zrezal, que n'otru tiempu fora
anunciu del calor y de la lluz
-espoyetaben mudos los deseos-,
güei paezme más bien
el descuidu d'un dios
o pior, una broma.


La flor del cerezo

La flor del cerezo, que en otro tiempo fuera
anuncio del calor y de la luz
-crecían mudos los deseos-,
hoy me parecen más bien
el descuido de un dios
o peor, una broma.

martes, 5 de abril de 2016

Un clásico de la poesía en asturiano

Portada de 'Estoiru'.
Dos de los poemas de 'Estoiru'.


Antón García, en tres llingües/llengües/lenguas

Estoiru, primer libro de uno de los escritores claves del Surdimientu, es traducido al catalán y al castellano


Antón García (Tuña, 1960) es poeta, novelista, traductor, editor y autor de algunos de los principales estudios sobre la historia y la literatura del asturleonés. Miembro de la conocida como segunda generación del Surdimientu (Resurgimiento), la de aquellos escritores que empezaron a publicar en la década de los ochenta del siglo pasado, es uno de los principales responsables de que las letras asturianas hayan alcanzado hoy una vitalidad y una altura creativas que rechina con la condición social y administrativa de este viejo romance del latín que puebla las tierras de Asturias, León, municipios de Zamora y en los concelhos de la comarca portuguesa de Miranda de Duero, el único espacio donde es idioma oficial.

Si el activismo literario y editor de Antón García le ha convertido en una figura irrenunciable de les lletres en el dominio lingüístico del astur-leonés, no lo es menos como escritor. Su bibliografía como novelista, poeta, traductor, ensayista y antólogo es amplia y de contrastada calidad, pero ello no ha arrinconado su labor poética, iniciada con Estoiru (1984) y continuada con Los díes repetíos (1989),  Venti poemes (1998) y La mirada aliella (2007).

Algunos de sus poemas ya conocen el traslado a otras lenguas, pero la recuperación de Estoiru en edición trilingüe (asturiano, catalán y castellano) confiere a la publicación que realiza 'Mirall de Glaç' un triple valor: rescatar un poemario de hace 32 años que fue uno de los títulos claves de la llamada segunda generación del Surdimientu, con otras obras como las de Berta Piñán, Xuan Bello o Marín Estrada; mostrar la vitalidad literaria de una lengua esquinada, análoga a cualquier otra con mayor número de hablantes y reconocimiento legal, y retornar con una excelente traducción a dos de los idiomas más hablados en España. 

Estoiru está escrito en la variedad occidental del asturiano, con la que se comunicaban en la casa de Tuña la familia de Antón García. Esa es también una excepcionalidad de este poemario, porque ha sido su autor uno de los más firmes defensores de la normalización lingüística del asturiano y la consolidación de un modelo literario estándar, pero respetuoso con las variedades dialectales de cada territorio. El resto de la obra de García se acomodó al canon, pero nunca abjuró de la riqueza y pluralidad léxica de esta llingua sele y cenciella. 

Pese a ser el primer poemario publicado por Antón García ya se aprecian las virtudes que están presentes en toda su obra: sencillez en la dicción y precisión en la metáfora. Dos características que conforman ya una voz propia y un mundo singular, en el que las historias mínimas imponen su ley. La brevedad del poema está más emparentado con el hermetismo italiano de Ungaretti, el primer Quasimodo y Montale que con el haiku japonés. Pero tal vez sean las lecturas mejor aprovechadas por el autor de Tuña las de dos autores esenciales en su formación: las del valdesano Fernán Coronas, un clásico en asturiano de principios del siglo XX y al que García ha dedicado horas de estudio y recuperación de su extensa obra, y las del portugués Eugenio de Andrade, al que ha traducido con precisión y esmero, como lo certifica su reciente antología Les manes enceses (Saltadera, 2015, Uviéu).

Hay también en Estoiru una manera colectiva de ver y entender la vida, propia de los territorios del poniente ibérico: la de Antón García es la de la señaldá asturiana, hermana de la saudade galaico-portuguesa y de otras formas de sentimentalidad próximas a la melancolía y la nostalgia de los pobladores de las tierras europeas que miran al Atlántico.

En Estoiru encontrará el lector el alitar de una lengua arrinconada, pero dotada de una singular y fértil expresividad poética, propia de los idiomas amamantados al calor del lar familiar y a la humildad de la alianza entre el ser humano y la naturaleza.