jueves, 23 de junio de 2016

Artículo en el número 123 de la revista 'Clarín'

Federico Granell, en la galería Gema Llamazares de Gijón, con obras de su exposición 'La vida imaginada'.
 
Federico Granell en el taller de los oscuros

 El artista asturiano, uno de los representantes de la generación de la Señaldá, ha construido una obra plástica en la que la esencia de la tierra natal y un espíritu cosmopolita conviven en armonía para construir un personal mundo onírico


A veces nos llegan postales desde las tinieblas. Son avisos desde el otro lado, donde lo oscuro quiere mostrar esa otra luz que se quiere liberar de lo tenebroso, esa luz de la provincia universal de los sepulcros, esa luz de las retamas moribundas y de la angustia de las casas pechadas/ su la lluneirada fina (1), esa luz de la soledad metafísica de las multitudes y de los pasajeros en tránsito hacia sitio alguno.

Federico Granell (Cangas del Narcea, Asturias, 1974) nos lleva remitiendo sus postcards desde que se inició con los lápices y sus moleskines adolescentes en esa región singular de la República del Poniente ibérico que es el suroccidente asturiano. Allí, a finales de los años ochenta del pasado siglo, empezó a atrapar las sombras de los tejados de pizarra, los destellos de los árboles sagrados de Muniellos, los perfiles del humo triste de las chimeneas de carbón, los atardeceres de los viñedos en cuesta, donde los racimos de carraquín y alvarín ofrecen su fulgor tanino, y los colores de los cielos imposibles de un territorio donde la luz reescribe su biografía a cada instante.

Esa luz está en la genética creativa de Granell. Lleva en la mano la misma vela que iluminó su mirada de niño y adolescente, como bien refleja una serie de lienzos que dedicó a auscultar lo tenebroso del ser humano más solo y torturado, con la que recorre las edades y los parajes de la geografía, con la que descifra las devastaciones. Esa vela de luz humilde y oscura es la que ha hecho de Federico Granell un hacedor de relatos de materialismo poético con los que persigue explicar los enigmas del mundo.

Se trata de un fulgor compartido. La suya es una de las luces de la Señaldá, esa hermosa palabra del asturleonés, hermana de la Saudade galaicoportuguesa, de la Sodade caboverdiana y de cualquiera de las otras formas de sentimentalidad próximas a una melancolía y nostalgia ontológicas que comparten los pobladores de las tierras europeas que otean el Atlántico. La Señaldá es un sentimiento telúrico, pero es algo más. Como bien diagnosticó el filósofo Ramón Piñeiro (2), se trata de una manera de estar en el mundo, de una forma singular de sentir que comparten los habitantes de las orillas atlánticas y que se traduce en una posición del alma para entender y ver el mundo, una suerte de sensibilidad particular dotada de un lenguaje propio en la creación artística.
Son esos los dominios de Federico Granell. Como lo son también los de su generación artística, la de un grupo de creadores nacidos en las tierras del sur de Septentrión, hijos de un territorio donde la luz, las piedras y la mar nublan la mirada, obsesionados por reparar la expulsión del ser humano del lienzo, orgullosos del legado de sus mayores, administradores contemporáneos de los ecos de la verdad y la belleza y constructores de una poética espacial capaz de fosilizar el instante, el lugar y el sentir.

Desde aquellos años de moleskine en Cangas del Narcea, pasando por las aulas de la Facultad de Bellas Artes de Salamanca, la formación de la mirada en los paisajes de los cinco continentes hasta recalar en su taller de oscuros de La Argañosa, Granell ha ido construyendo una obra coherente en su diversidad. Se trata en ocasiones de un relato borgiano de múltiples narraciones y que desde su individualidad frecuenta los idiomas de babel y los textos de esa biblioteca universal donde el ser humano, ante tanta confusión, está más cerca del viejo anhelo de conquistar los cielos.

Desde aquella primera muestra individual de 1999, en las instalaciones municipales de su natal Cangas del Narcea, hasta la exposición 'La vida imaginada' (Galeria Gema Llamazares, Gijón, mayo de 2016) hay una depuración de las líneas trazadas por la mirada poética de Federico Granell. Pero hay también una fidelidad a la propia biografía como creador. Las telas y las esculturas del artista cangués no son una relación de momentos creativos autónomos. Son capítulos de un largo poema, de un extenso texto visual, en los que retiene el instante de una biografía y de un tiempo con los que va definiendo su mirada particular del mundo. En el centro de todos está la figura, el ser humano. La mayoría de las ocasiones, esas figuras esquinadas en el lienzo, metáforas del anonimato, es su “maneira de estar sòzinho(3), que diría el poeta, para afrontar el vacío metáfisico entre las masas. En otras ocasiones, son los paisajes, las casas, las estancias vacías, las sillas, los libros abiertos… objetos que definen la humanidad, que denotan la presencia de la vida.

La deshumanización de las artes, aquel delirio de las vanguardias del novecientos, causó tanto daño a la cultura occidental que convirtió al artista en un personaje con habitación propia en el frenopático o, con suerte, en el reparto de la pista central del circo. Una herida que continuó en la segunda mitad del XX con los estertores del conceptualismo o del arte efímero, por sólo citar a lo más higiénico de algo supuestamente llamado creación artística. No fue necesaria la reacción: la tradición acomodada a cada momento, a cada tiempo, contaba con suficiente capacidad para trasladarnos la verdad y la belleza que conmueven y turban, sea con el llanto o la sonrisa, sea con la nausea o la emoción.

La mimetización de los instantes de la vida es el cometido del arte. Puede parecer una concepción etérea, “líquida”, diría Zygmunt Baumann, pero aquí sobra la metafísica: la materia artística nace de la realidad y, a su vez, es creadora de una nueva realidad tangible, corpórea, incluso terrenal. El artista está obligado a captar una imagen, una idea, un paisaje... y elaborarla para construir una emoción comprensible. El resto, es labor del observador, del lector o del oyente: si aprecia esta u otras connotaciones es su privilegio, la responsabilidad del creador se queda en trasladar ese instante de realidad y en generar una nueva realidad emocional.

Federico Granell aceptó un legado y una tradición y desde sus inicios compartió el deslumbramiento por una creatividad consciente de que los talentos heredados, como nos enseña la parábola bíblica, se reciben para multiplicarlos. Y lo ha hecho bien. Su mirada y sus pinceles se formaron con las luces y las sombras de Vermeer y la Escuela de Delft, para seguir con el temblor romántico de Turner y Friedrich, sin menospreciar las lecciones de los naturalistas, impresionistas y expresionistas, hasta llegar a la desolación poética del danés Vilhelm Hammershøi, el silencio visual de Antonio López y los otros Realistas de Madrid, el desasosiego melancólico de los estadounidenses Andrew y Jamie Wyeth y Edward Hopper o las metáforas siniestras y heridas del alemán Anselm Kiefer.

Granell ha asumido bien las lecciones. Lo ha hecho con la actualización del tenebrismo y esos paisajes intuidos de un bosque asturiano, de una esquina de una urbanización o del parque de San Francisco, donde una figura sostiene una vela como única lumbre, muestran cuál es su tradición, pero también que la expresión debe ser contemporánea. O del romanticismo, con esos paseantes de las luces de los atardeceres, que doblan las esquinas de un cementerio parisino o las confluencias de varias calles londinenses. O también en el minimalismo intimista con sus personajes cabizbajos, de espaldas al espectador, en esos aeropuertos de la desolación y del tránsito hacia ningún sitio.

Son algunas de las metáforas con las que Federico Granell intenta fosilizar los instantes, retener el lugar y el tiempo. Su lirismo espacial se manifiesta en distintas formas de mostrar su fidelidad al mandato moral de Luis Cernuda:

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
cuando asqueados de la bajeza humana,
cuando iracundos de la dureza humana:
este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. (4)

La memoria está en la maleta intelectual y vital de Granell. Tal vez sea su última exposición, 'La vida imaginada', donde este precepto cernudiano cobra una dimensión categórica. Se trata de una muestra que podría perfectamente conformar un relato poético ilustrado, que se inicia con la casualidad de un encuentro. Bien podría ser uno de esos rastros parisinos, pongamos por ejemplo el marché de puces próximo a la judía calle de Rosiers, hacia la avenida Michelet, por los que pasea Patrick Modiano a la búsqueda de personajes y recuerdos. Allí el artista se encontró con un álbum de familia, desnudo, con las fotografías arrancadas, y tan sólo unas fechas que hacen temblar -los años de entreguerras- y unas breves anotaciones de lugares donde fueron tomadas las instantáneas. Ahí empezó la mente de Granell a trazar imágenes, paisajes, rincones de villas y ciudades germánicas donde el horror industrial ocupa ya el aire que respiran los personajes imaginados.

Ese portfolio familiar fue rellanándose, ya en las catacumbas del estudio ovetense de La Argañosa, con las fotografías que Granell dibujó con sus lápices, al igual que hace en sus libretas de viaje. Allí empiezan a recobrar vida un matrimonio, sus hijos, sus parientes y amigos, de los que tan sólo nos queda un recuerdo imaginado, escenas de un tiempo fantaseado por un hombre, un artista que setenta años después es capaz de captar el espanto que ellos no preveían entonces. La síntesis de esta alucinación lírica de Granell se materializa en la tela donde dos hermanos, ella ya adolescente, el aún en la frontera de los diez años, hermosos y bien peinados, posan para la Leica que el padre sostiene en sus manos. Hasta ahí todo perfecto. Pero hay un detalle que distorsiona la escena, golpea el alma y da paso a la turbación: el pequeño sostiene en sus manos una calavera.

Granell ha abierto la puerta a los territorios “donde habita el olvido” cernudiano, esos “vastos jardines sin aurora;/donde yo solo sea/memoria de una piedra sepultada entre ortigas” (5). Y entrega al espectador, al lector visual, el testigo para que se adentre en los páramos de la fantasía. ¿Quienes son los personajes retratados en ese álbum familiar? ¿Cuál es su historia? Las preguntas golpean a los portones de la imaginación para abrirse a esa otra realidad.

Tal vez fuesen los Gottschalk, los Herrmann o los Hoffmann, gente corriente, laboriosa, que culparon a la democrática y honesta República de Weimar de sus desgracias económicas tras la Gran Guerra, que abrazaron el credo satánico de Hitler y lucieron en el brazalete la esvástica. O no sólo cómplices, también verdugos activos, y herr Gottschalk y herr Hoffmann fueron de los asumieron con honor formar parte de los batallones encargados de administrar el odio a los que vestían el pijama de rayas y a los que voceaban con ira: “tocad más oscuros los violines, luego subiréis como humo en el aire”(6).

O puedo que nos equivoquemos. Y se trata de los Mendel, los Horowitz o los Cohen, campesinos, tenderos, médicos, metalúrgicos, bancarios, profesores, igual que sus compatriotas arios y cristianos, cuya única diferencia es que encendían dos velas el atardecer de los viernes, pronunciaban con las palabras más queridas Shemá Israel, Adonai Elohéinu, Adonái Ejád o, simplemente, su judaísmo agnóstico era otra forma de transitar por el mundo. Tal vez ese niño que sostiene la calavera, llamósmele Jacob Mendel, encontró con su hermana “una fosa en las nubes donde no hay estrechez” (7) o sobrevivió a la barbarie y se convirtió en un superviviente con un numero tatuado en el antebrazo que vagó por la Europa de la destrucción hasta encontrar un hogar en Tel Aviv o en un kibbutz en el Néguev.

El mundo rescatado por Granell se detiene misteriosamente en la desolación de aquellas horas y días previos al tiempo de la barbarie, en las vidas que imagina y retrata, o en los parajes donde la soledad hinca sus raíces pese a estar poblada de personas, animales u objetos. Son las escenas abiertas que construye el artista asturiano con ese particular lirismo de los espacios que recupera retales del pasado y se fosilizan en un instante para que la mirada y la imaginación del espectador hagan el resto.

Viajes, miradas, lecturas, músicas y memoria pueblan el universo de Federico Granell. Todo ello le acompaña a diario a su estudio de La Argañosa: desciende las escaleras hacia ese sótano de tenebrosa luminosidad, donde un amplio ventanal atrapa la mirada del artista y del visitante con el verde de las retamas y las malas hierbas; donde el periquito azul y tímido disfruta de su libertad encarcelada; donde muebles rescatados de los olvidos familiares invaden las almas frías de las sillas procedentes de grandes almacenes; donde suenan las músicas umbrías de Sufjan Stevens o de Eliott Smith; donde los lienzos, las tinturas, la paleta, los pinceles aguardan para atrapar los leopoardianos “sovrumani silenzi(8) que explican el sobrecogimiento que genera el instante retenido por el artista. Desde ese sótano donde conviven la luz y la sombra, desde ese taller de oscuros, nos manda a diarios sus postales de las tinieblas Federico Granell.




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1. Coronas, Fernán; Poesía asturiana y traducciones; edición d' Antón García, Trabe, Uviéu, 1993.
2. Piñeiro, Ramón; Filosofía da saudade, Editorial Galaxia, Vigo, 1984.
3. Pessoa, Fernando; Poemas de Alberto Caeiro; Versión e introducción de Pablo del Barco, Visor, 1980.
4. Cernuda, Luis; Poesía completa; edición de Derek Harris y Luis Maristany, Barral Editores, Barcelona, segunda edición revisada, 1977.
5. Ibidem.
6. Celan, Paul; Obras completas; traducción de José Luis Reina Palazón, Editorial Trotta, 1999.
7. Ibidem.
8. Leopardi, Giacomo; Poesía y prosa; Introducción, traducción y notas de Antonio Colinas, Alfaguara, 1979.

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