La gata Leia observa el reflejo del sol sobre la pared, donde cuelgan las cuatro estaciones de Francisco Fresno. |
Portada del número 122 de la revista 'Clarín'. |
Colección particular
Confesiones de un aficionado extemporáneo
Un sólo cuadro es suficiente
para satisfacer la pasión (o la obsesión) del coleccionista. No es
habitual, pero si fue lo que le sirvió a un tipo que hizo de la
impostura y de la vida en los márgenes una categoría estética.
Anthony Blunt, asesor de la colección de Isabel II y a la vez uno de
los cinco traidores de
Cambridge, al servicio de la Unión Soviética, consideraba que su
Rebeca
y Eleazer en el pozo,
del pintor francés del Setecientos Nicolás Poussin, bastaba para
satisfacer su anhelo de posesión de una porción de belleza. Aquel
lienzo, por el que su amigo el barón Víctor Rothschild pagó cien
libras de los años treinta del pasado siglo, ocupó la pared más
noble de su humilde apartamento londinense de Hyde Park. ¿Para qué
más? Le sobraba para sus ansias de sentir la proximidad de algo
bello. Que a una autoridad en el pensamiento y la historia del arte,
como Antony Blunt, le bastase una única pintura (cierto que un
Poussin no es cualquier lienzo) y algún que otro grabado para
amueblar su vida muestra que el coleccionismo no exige convertirse en
adicción. El resto es codicia, vanidad o fetichismo.
Mi
primer cuadro, una plaza triste y norteña de Pelayo Ortega, entró
en casa en 1989. Meses después, y como siempre abonado a plazos, lo
hizo una marina de Melquiades Álvarez, que recoge con sus intensos
azules, verdes y negros el bruar
del Cantábrico. Fue el inicio de una afición y, a la vez, de una
necesidad de rastrear las mismas obsesiones literarias en la
geografía de las artes plásticas. No hubo y sigue sin haber ninguna
otra ambición, sólo la aspiración de conformar un refugio estético
frente a las intemperies y las adversidades, con el mismo valor que
el proporcionado por la comodidad de un sofá o el placer y el
conocimiento que atesora un buen libro.
La
ortodoxia dicta que el buen coleccionista es el que acopia obras
originales y únicas, con la firma estampada y nítida. Sé que
bordeo la blasfemia, pero esa consideración está alejada de mis
pretensiones. No diré que tiene el mismo valor 'artístico', pero la
reproducción de una fotografía anónima de una vespa
con la torre Eiffel al fondo, colgada en la estancia elegida como
estudio, complementan la lectura de los relatos que me guían por el
París de Patrick Modiano; lo mismo me ocurre con un cartel del
centenario del nacimiento de Miguel Torga, que me conduce por las
calles de Coímbra y por las pedras
lavradas
de Tras-Os-Montes, e idéntica la sensación ante el póster dedicado
a Imre Kertesz y las portadas de sus libros en húngaro, regalo de la
propietaria de una librería de Budapest ante el interés extraño de
un tipo de una remota ciudad norteña española por la obra de un
hombre que describió el desasosiego y la tragedia de los europeos
del siglo XX.
La
adquisición de aquellas dos pinturas de Melquiades Álvarez y Pelayo
Ortega traían con ellas, también, la confirmación de una atracción
latente hacia una expresión plástica literaria y humanizada, ajena
a los dogmatismos manieristas y a la vanguardias obsesionadas en la
desfiguración. Algo en ello tuvieron que ver las lecciones de
historia de arte del padre Villanueva, en el Corazón de María de
Gijón, obsesionado en paliar nuestra orfandad cultural y conducirnos
por los caminos de una estética con rostro humano. Y para ello eran
insuficientes los manuales de BUP y COU. Las visitas a las
construcciones del Prerrománico asturiano, especialmente los restos
de las pinturas del templo de Santullano, a exposiciones y el
descubrimiento de pintores en nuestra proximidad física, como
Evaristo Valle, Nicanor Piñole, Aurelio Suárez y Joaquín Rubio
Camín, propiciaron una aproximación a la creación plástica y a su
disfrute, fracturando los dogmas del elitismo. Otra circunstancia en
esta educación de la emoción fue la amistad con compañeros de aula
con similares inquietudes, especialmente el dibujante e ilustrador
Gaspar Meana, con el que pusimos en marcha un fanzine literario de
fotocopiadora. A todo ello contribuyó también encontrar las
crónicas de Francisco Carantoña en El
Comercio,
que abrían ventanas a las muestras de los nuevos creadores.
Hubo
una exposición premonitoria: en 1981 tres pintores veinteañeros,
Alejandro Corominas, Pelayo Ortega y Melquiades Álvarez, reunieron
sus obras para mostrar que frente a la furia y el exceso de las
vanguardias había una forma contemporánea de armonizar la tradición
y la experimentación. Y que pasaba por un rechazo a la desposesión
de todo lo humano en la creación artística y la aproximación a un
lenguaje que compartía los mismos parajes de las metáforas y de la
poesía figurativa.
Ese
gusto por las ruas
velhas
y sus tendederos de ropa, por los vicolos
de las casas descascarilladas con los maceteros descolgando su
verdor, por los páramos desolados y fríos de una larga posguerra
que encontrabas en las palabras de Pessoa y Andrade, de Ungaretti y
Quasimodo, de Claudio Rodríguez y Gamoneda, carecían de
homologación plástica. Y la respuesta estaba en las cercanías.
Estos pintores comparten una misma mirada, un mismo sentimiento de lo
perecedero y, sobre todo, de la tragedia humana. Con sus pinceles
testimonian la vieja inquietud por nuestra caducidad, por la finitud
material sin respuestas. Y lo hacen sin estridencias, sin
exclamaciones, relatando el paisaje interior del hombre de la calle,
pintando el desasosiego que atrapa al ser humano, la impotencia
contemporánea del que no ve luz alguna más allá.
Se
trataba de atisbar también la misma turbación que compartían
William Turner, John Constable o Caspar David Friedrich en el lienzo
con la escritura de sus contemporáneos John Keats, Friedrich
Hölderlin o Giacomo Leopardi. Una fraternidad emocional que había
descubierto en la poesía contemporánea y que, sin embargo, no
identificaba aún en los artes plásticas. Ver los cuadros de
Melquiades Álvarez y Pelayo Ortega, a los que siguieron los de
Fernando Redruello, Reyes Díaz, Francisco Fresno, Javier del Río,
Miguel Galano, Ricardo Monjardín, Faustino Ruiz de la Peña, Pedro
Fano, Federico Granell, Paz Banciella, Guillermo Simón o Alfonso
Fernández me permitió otear otro horizonte, similar al poético, en
el que la realidad y las eternas obsesiones humanas adquirían
también una materialización pictórica.
El
mar que pinta Melquiades Álvarez, Granell y Simón no es el homérico
“de color de vino”, se trata de un océano norteño, agitado,
dominado por los claroscuros tenebrosos que adelantaron Friedrich y
Turner; los paseantes o clientes de los cafés de Ortega y Redruello
retienen el desasosiego expresionista heredado de Edvard Münch y de
Ernst Ludwig Kirchner, pero con las ofuscaciones del tercer milenio,
y las casas abandonadas de Ruiz de la Peña y Galano o sus horizontes
umbríos comparten genes con la atracción abisal por las ruinas de
los románticos y los paisajes de los estadounidenses de la Escuela
del Río Hudson o por la desolación urbana de Edward Hopper. Es
decir, saben de donde vienen, no hay orfandad en sus creaciones ni el
insoportable y falso adanismo de las vanguardias.
La
expresión literaria de esta colección particular es uno de sus
atributos. La búsqueda de los vasos comunicantes entre poesía
escrita y pintada nada tiene que ver con aquellos que se consideraron
en las cimas de la creación por anotar media docena de palabras
sobre un estucado de un aprendiz de escayolista. Es otra la tarea,
otro el interés personal. Algunos de los grabados enmarcados forman
partes de ediciones limitadas a cuatro manos de poetas y pintores,
que Ediciones Trea ha realizado en los últimos años. La colección
de las cuatro estaciones de Francisco Fresno está hermanada con
otros tantos textos escritos por Luis Fernández Roces a partir de
versos de Hölderlin. Idéntica es la apuesta de El
Viento,
del mismo Fresno, a la que puso letra Juan Carlos Gea. La relación
se invierte en el caso del Tríptico
de los Magos,
que reúne el texto homónimo de Luis Muñiz, incluido en su último
poemario, Libro
Segundo,
y tres serigrafías de Hugo Fontela, el artista de Grao y el más
internacional de las últimas generaciones. En otros casos es la
propia obra la que confiere esa expresión literaria. Ocurre con las
navajas y machetes de Paz Banciella, que me llevan a “los sueños
con cuchillos” de Gamoneda, o el lienzo El
turista accidental,
de Pedro Fano, que me conduce insistentemente a la película del
mismo título que Lawrence Kasdan rodó a partir de la novela de Anne
Tyler. ¿Qué decir de Melquiades Álvarez? Su pintura siempre ha
sido poética, pero consciente del territorio que ocupa cada una. Sus
catálogos son los más literarios, con poemas propios o ajenos, y de
diciembre de 2015 es su primer poemario autónomo, La
vida quieta,
donde desarrolla la misma sensibilidad que atrapa en sus lienzos.
Dos
obras han adquirido con el paso del tiempo una especial significación
personal, que trascienden las connotaciones artísticas. Un Pelayo
Ortega que
retrata la escena de un padre con una niña de la mano y ésta,
tirando del perro, en una esquina sombría de una ciudad con coches,
edificios y grúas desdibujadas es el preferido de mi hija Ana. Con
eso me basta. El otro es una pieza de madera que recoge una
simbología neorrománica, un regalo del artista humilde y callado
que fue el restaurador jienense Blas Quesada, fallecido en el verano
de 2014 antes de cumplir los 50 años.
En
esta colección particular existe una obsesión, en el borde de la
patología, que no es otra que la búsqueda de la presencia humana en
las obras colgadas, sea con las herramientas del arte figurativo o
con las del expresionismo, pero en las que, como señala Rafael
Argullol, citando a Vassily Kandinsky, la gran paradoja que encara
“el arte en general, es hacer expresable lo inexpresable, y de la
pintura en particular, volver visible lo invisible”. Y de eso se
trata.
Persiste
en los cuadros que habitan las paredes de mi casa la atracción por
la dolcezza
de los naufragios, alejada de la obstinación por el infinito de los
abismos románticos, y se han ido agrupando obras que persiguen
retratar la tragedia de los “hombres huecos” eliotianos, solos e
impotentes, conscientes de la agonía global y de la inclinación a
la eutanasia colectiva. Los aportes de verdad y belleza, idénticos a
los que transmiten cuando pasean o dormitan bajo sus marcos mi perra
Cala y mi gata Leia, mantienen intacta la capacidad de seguir
auscultando los latidos humanos del buen sentir y el mejor conocer.
Estos son los materiales con los que se levantó este refugio frente
a las intemperies y las adversidades.
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