Federico Granell, en la galería Gema Llamazares de Gijón, con obras de su exposición 'La vida imaginada'. |
Federico
Granell en el taller de los oscuros
El artista asturiano, uno de los representantes de la generación de la Señaldá, ha construido una obra plástica en la que la esencia de la tierra natal y un espíritu cosmopolita conviven en armonía para construir un personal mundo onírico
A
veces nos llegan postales desde las tinieblas. Son avisos desde el
otro lado, donde lo oscuro quiere mostrar esa otra luz que se quiere
liberar de lo tenebroso, esa luz de la provincia universal de los
sepulcros, esa luz de las retamas moribundas y de la angustia de las
casas
pechadas/ su la lluneirada fina (1),
esa luz de la soledad metafísica de las multitudes y de los
pasajeros en tránsito hacia sitio alguno.
Federico
Granell
(Cangas del Narcea, Asturias, 1974) nos lleva remitiendo sus
postcards
desde que se inició con los lápices y sus moleskines
adolescentes en esa región singular de la República del Poniente
ibérico que es el suroccidente asturiano. Allí, a finales de los
años ochenta del pasado siglo, empezó a atrapar las sombras de los
tejados de pizarra, los destellos de los árboles sagrados de
Muniellos, los perfiles del humo triste de las chimeneas de carbón,
los atardeceres de los viñedos en cuesta, donde los racimos de
carraquín
y
alvarín
ofrecen su fulgor tanino, y los colores de los cielos imposibles de
un territorio donde la luz reescribe su biografía a cada instante.
Esa
luz está en la genética creativa de Granell. Lleva en la mano la
misma vela que iluminó su mirada de niño y adolescente, como bien
refleja una serie de lienzos que dedicó a auscultar lo tenebroso del
ser humano más solo y torturado, con la que recorre las edades y los
parajes de la geografía, con la que descifra las devastaciones. Esa
vela de luz humilde y oscura es la que ha hecho de Federico Granell
un hacedor de relatos de materialismo poético con los que persigue
explicar los enigmas del mundo.
Se
trata de un fulgor compartido. La suya es una de las luces de la
Señaldá,
esa hermosa palabra del asturleonés, hermana de la Saudade
galaicoportuguesa, de la Sodade
caboverdiana y de cualquiera de las otras formas de sentimentalidad
próximas a una melancolía y nostalgia ontológicas que comparten
los pobladores de las tierras europeas que otean el Atlántico. La
Señaldá
es un sentimiento telúrico, pero es algo más. Como bien diagnosticó
el filósofo Ramón Piñeiro (2),
se trata de una manera de estar en el mundo, de una forma singular de
sentir que comparten los habitantes de las orillas atlánticas y que
se traduce en una posición del alma para entender y ver el mundo,
una suerte de sensibilidad particular dotada de un lenguaje propio en
la creación artística.
Son
esos los dominios de Federico Granell. Como lo son también los de su
generación artística, la de un grupo de creadores nacidos en las
tierras del sur de Septentrión, hijos de un territorio donde la luz,
las piedras y la mar nublan la mirada, obsesionados por reparar la
expulsión del ser humano del lienzo, orgullosos del legado de sus
mayores, administradores contemporáneos de los ecos de la verdad y
la belleza y constructores de una poética espacial capaz de
fosilizar el instante, el lugar y el sentir.
Desde
aquellos años de moleskine
en Cangas del Narcea, pasando por las aulas de la Facultad de Bellas
Artes de Salamanca, la formación de la mirada en los paisajes de los
cinco continentes hasta recalar en su taller de oscuros de La
Argañosa, Granell ha ido construyendo una obra coherente en su
diversidad. Se trata en ocasiones de un relato borgiano de múltiples
narraciones y que desde su individualidad frecuenta los idiomas de
babel y los textos de esa biblioteca universal donde el ser humano,
ante tanta confusión, está más cerca del viejo anhelo de
conquistar los cielos.
Desde
aquella primera muestra individual de 1999, en las instalaciones
municipales de su natal Cangas del Narcea, hasta la exposición 'La
vida imaginada' (Galeria Gema Llamazares, Gijón, mayo de 2016) hay
una depuración de las líneas trazadas por la mirada poética de
Federico Granell. Pero hay también una fidelidad a la propia
biografía como creador. Las telas y las esculturas del artista
cangués no son una relación de momentos creativos autónomos. Son
capítulos de un largo poema, de un extenso texto visual, en los que
retiene el instante de una biografía y de un tiempo con los que va
definiendo su mirada particular del mundo. En el centro de todos está
la figura, el ser humano. La mayoría de las ocasiones, esas figuras
esquinadas en el lienzo, metáforas del anonimato, es su “maneira
de estar sòzinho”
(3),
que diría el poeta, para afrontar el vacío metáfisico entre las
masas. En otras ocasiones, son los paisajes, las casas, las estancias
vacías, las sillas, los libros abiertos… objetos que definen la
humanidad, que denotan la presencia de la vida.
La
deshumanización de las artes, aquel delirio de las vanguardias del
novecientos, causó tanto daño a la cultura occidental que convirtió
al artista en un personaje con habitación propia en el frenopático
o, con suerte, en el reparto de la pista central del circo. Una
herida que continuó en la segunda mitad del XX con los estertores
del conceptualismo
o del arte
efímero,
por sólo citar a lo más higiénico de algo supuestamente llamado
creación artística. No fue necesaria la reacción: la tradición
acomodada a cada momento, a cada tiempo, contaba con suficiente
capacidad para trasladarnos la verdad y la belleza que conmueven y
turban, sea con el llanto o la sonrisa, sea con la nausea o la
emoción.
La
mimetización de los instantes de la vida es el cometido del arte.
Puede parecer una concepción etérea, “líquida”, diría Zygmunt
Baumann, pero aquí sobra la metafísica: la materia artística nace
de la realidad y, a su vez, es creadora de una nueva realidad
tangible, corpórea, incluso terrenal. El artista está obligado a
captar una imagen, una idea, un paisaje... y elaborarla para
construir una emoción comprensible. El resto, es labor del
observador, del lector o del oyente: si aprecia esta u otras
connotaciones es su privilegio, la responsabilidad del creador se
queda en trasladar ese instante de realidad y en generar una nueva
realidad emocional.
Federico
Granell aceptó un legado y una tradición y desde sus inicios
compartió el deslumbramiento por una creatividad consciente de que
los talentos heredados, como nos enseña la parábola bíblica, se
reciben para multiplicarlos. Y lo ha hecho bien. Su mirada y sus
pinceles se formaron con las luces y las sombras de Vermeer y la
Escuela de Delft, para seguir con el temblor romántico de Turner y
Friedrich, sin menospreciar las lecciones de los naturalistas,
impresionistas
y expresionistas, hasta llegar a la desolación poética del danés
Vilhelm Hammershøi, el silencio visual de Antonio López y los otros
Realistas de Madrid, el desasosiego melancólico de los
estadounidenses Andrew y Jamie Wyeth y Edward Hopper o las metáforas
siniestras y heridas del alemán Anselm Kiefer.
Granell
ha asumido bien las lecciones. Lo ha hecho con la actualización del
tenebrismo y esos paisajes intuidos de un bosque asturiano, de una
esquina de una urbanización o del parque de San Francisco, donde una
figura sostiene una vela como única lumbre, muestran cuál es su
tradición, pero también que la expresión debe ser contemporánea.
O del romanticismo, con esos paseantes de las luces de los
atardeceres, que doblan las esquinas de un cementerio parisino o las
confluencias de varias calles londinenses. O también en el
minimalismo intimista con sus personajes cabizbajos, de espaldas al
espectador, en esos aeropuertos de la desolación y del tránsito
hacia ningún sitio.
Son
algunas de las metáforas con las que Federico Granell intenta
fosilizar los instantes, retener el lugar y el tiempo. Su lirismo
espacial se manifiesta en distintas formas de mostrar su fidelidad al
mandato moral de Luis Cernuda:
Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros,
cuando
asqueados de la bajeza humana,
cuando
iracundos de la dureza humana:
este
hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros.
(4)
La
memoria está en la maleta intelectual y vital de Granell. Tal vez
sea su última exposición, 'La vida imaginada', donde este precepto
cernudiano cobra una dimensión categórica. Se trata de una muestra
que podría perfectamente conformar un relato poético ilustrado, que
se inicia con la casualidad de un encuentro. Bien podría ser uno de
esos rastros parisinos, pongamos por ejemplo el marché
de puces
próximo a la judía calle de Rosiers, hacia la avenida Michelet, por
los que pasea Patrick Modiano a la búsqueda de personajes y
recuerdos. Allí el artista se encontró
con un álbum de familia, desnudo, con las fotografías arrancadas, y
tan sólo unas fechas que hacen temblar -los años de entreguerras- y
unas breves anotaciones de lugares donde fueron tomadas las
instantáneas. Ahí empezó la mente de Granell a trazar imágenes,
paisajes, rincones de villas y ciudades germánicas donde el horror
industrial ocupa ya el aire que respiran los personajes imaginados.
Ese
portfolio familiar fue rellanándose, ya en las catacumbas del
estudio ovetense de La Argañosa, con las fotografías que Granell
dibujó con sus lápices, al igual que hace en sus libretas de viaje.
Allí empiezan a recobrar vida un matrimonio, sus hijos, sus
parientes y amigos, de los que tan sólo nos queda un recuerdo
imaginado, escenas de un tiempo fantaseado por un hombre, un artista
que setenta años después es capaz de captar el espanto que ellos no
preveían entonces. La síntesis de esta alucinación lírica de
Granell se materializa en la tela donde dos hermanos, ella ya
adolescente, el aún en la frontera de los diez años, hermosos y
bien peinados, posan para la Leica
que el padre sostiene en sus manos. Hasta ahí todo perfecto. Pero
hay un detalle que distorsiona la escena, golpea el alma y da paso a
la turbación: el pequeño sostiene en sus manos una calavera.
Granell
ha abierto la puerta a los territorios “donde habita el olvido”
cernudiano, esos “vastos jardines sin aurora;/donde yo solo
sea/memoria de una piedra sepultada entre ortigas” (5).
Y entrega al espectador, al lector visual, el testigo para que se
adentre en los páramos de la fantasía. ¿Quienes son los personajes
retratados en ese álbum familiar? ¿Cuál es su historia? Las
preguntas golpean a los portones de la imaginación para abrirse a
esa otra realidad.
Tal
vez fuesen los Gottschalk, los Herrmann
o los Hoffmann, gente corriente, laboriosa, que culparon a la
democrática y honesta República de Weimar de sus desgracias
económicas tras la Gran Guerra, que abrazaron el credo satánico de
Hitler y lucieron en el brazalete la esvástica. O no sólo
cómplices, también verdugos activos, y herr
Gottschalk
y herr
Hoffmann fueron de los asumieron con honor formar parte de los
batallones
encargados de administrar el odio a los que vestían el pijama de
rayas y a los que voceaban con ira: “tocad
más oscuros los violines, luego subiréis como humo en el aire”(6).
O
puedo que nos equivoquemos. Y se trata de los Mendel, los Horowitz o
los Cohen, campesinos, tenderos, médicos, metalúrgicos, bancarios,
profesores, igual que sus compatriotas arios y cristianos, cuya única
diferencia es que encendían dos velas el atardecer de los viernes,
pronunciaban con las palabras más queridas Shemá
Israel, Adonai Elohéinu, Adonái Ejád
o, simplemente, su judaísmo agnóstico era otra forma de transitar
por el mundo. Tal vez ese niño que sostiene la calavera, llamósmele
Jacob Mendel, encontró con su hermana “una fosa en las nubes donde
no hay estrechez” (7)
o sobrevivió a la barbarie y se convirtió en un superviviente con
un numero tatuado en el antebrazo que vagó por la Europa de la
destrucción hasta encontrar un hogar en Tel Aviv o en un kibbutz
en
el Néguev.
El
mundo rescatado por Granell se detiene misteriosamente en la
desolación de aquellas horas y días previos al tiempo de la
barbarie, en las vidas que imagina y retrata, o en los parajes donde
la soledad hinca sus raíces pese a estar poblada de personas,
animales u objetos. Son las escenas abiertas que construye el artista
asturiano con ese particular lirismo de los espacios que recupera
retales del pasado y se fosilizan en un instante para que la mirada y
la imaginación del espectador hagan el resto.
Viajes,
miradas, lecturas, músicas y memoria pueblan el universo de Federico
Granell. Todo ello le acompaña a diario a su estudio de La Argañosa:
desciende las escaleras hacia ese sótano de tenebrosa luminosidad,
donde un amplio ventanal atrapa la mirada del artista y del visitante
con el verde de las retamas y las malas hierbas; donde el periquito
azul y tímido disfruta de su libertad encarcelada; donde muebles
rescatados de los olvidos familiares invaden las almas frías de las
sillas procedentes de grandes almacenes; donde suenan las músicas
umbrías de Sufjan Stevens o de Eliott Smith; donde los lienzos, las
tinturas, la paleta, los pinceles aguardan para atrapar los
leopoardianos “sovrumani silenzi”
(8)
que
explican el sobrecogimiento que genera el instante retenido por el
artista. Desde ese sótano donde conviven la luz y la sombra, desde
ese taller de oscuros, nos manda a diarios sus postales de las
tinieblas Federico Granell.
___________________________________________________________________
1.
Coronas, Fernán; Poesía
asturiana y traducciones;
edición d' Antón García, Trabe, Uviéu, 1993.
2.
Piñeiro, Ramón; Filosofía
da saudade,
Editorial Galaxia, Vigo, 1984.
3.
Pessoa, Fernando; Poemas
de Alberto Caeiro;
Versión e introducción de Pablo del Barco, Visor, 1980.
4.
Cernuda, Luis; Poesía
completa;
edición de Derek Harris y Luis Maristany, Barral Editores,
Barcelona, segunda edición revisada, 1977.
5.
Ibidem.
6.
Celan, Paul; Obras
completas;
traducción de José Luis Reina Palazón, Editorial Trotta, 1999.
7.
Ibidem.
8.
Leopardi, Giacomo; Poesía
y prosa;
Introducción, traducción y notas de Antonio Colinas, Alfaguara,
1979.